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Ausencia.

Cada mañana, Susana se prepara un plato de fruta , una taza de granola con cereal y café descafeinado. Federico desayuna todos los días, una pieza de pan tostado con un poco de mantequilla de maní y un vaso de leche fresca. Mientras se lavaba los dientes, Federico piensa que tal vez éste será el día afortunado; quizá en el sexto piso del elevador, en la sala de fotocopiado, o en el metro, conocerá a la mujer de su vida. Cuando parece que Susana se mira en el espejo cepillando su larga cabellera, en realidad se pierde en esa mirada que ve detrás de todas las cosas, imaginando si en la junta de la tarde conocerá a alguien interesante.
En el metro, Federico cede siempre su asiento a cualquier mujer que suba al vagón después que él, le gusta escudriñar los rostros de los pasajeros con la tierna esperanza de encontrar en alguna furtiva mirada un atisbo de dulzura.
Susana se contonea sobre sus tacones altos rumbo a la puerta giratoria del alto edificio de oficinas, con el inmortal deseo de coincidir con un chico lindo que le permita entrar primero.
A sus treinta y cinco años, Susana siente que su reloj biológico la apresura en una carrera con interminables curvas sinuosas. Federico hace lo posible por esquivar el deseo de comprar la enorme camioneta para su inexistente familia.
Ella quiere a alguien que la cuide. Él sueña con cuidar de alguien.
Tienen tanto amor que dar, tantas películas favoritas que compartir, lugares mágicos que visitar, libros con orillas dobladas hacia adentro para reflexionar sobre alguna frase en especial, ambos sueñan con atardeceres anaranjados.
Ya en la tarde, Susana detiene el auto en la luz roja del semáforo, Federico pasa justo en frente.
Él solo mira un limpia parabrisas que sube y baja lentamente, ella solo mira el impermeable empapado de un chico que baja las escaleras del metro.

19 Agosto, 2011
Lilymeth Mena
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Luna llena para Justina.

Justina caminaba de la clínica al estacionamiento. Había tenido mejores días. La dirección del hospital la presionaba para aplicar quimioterapia a todos los enfermos terminales de cáncer, aun si con ella no podía hacer más que prologarles la agonía. Era una manera de atraer el dinero de las aseguradoras a la caja general para el bono de fin de año de los médicos en jefe.

Desde luego que a Justina todo eso le parecía una maniobra asquerosa.
Soltera aun a los treinta ocho años, siempre se sentía atacada por una profunda tristeza en ese breve recorrido de camino a su auto, y de ahí a su casa. A veces antes de abordar su vehículo se permitía una bocanada profunda de aire nocturno, que gracias a las grandes aéreas boscosas del hospital, se perfumaba de las flores que solo cuando se oculta el sol sueltan su escandaloso aroma.
Particularmente las azucenas desprendían a un dulzor muy fresco, y solo dios adivinaba lo mucho que Justina necesitaba robarse algo así para terminar de mejor manera la jornada.
Mientras introducía la llave en la puerta del auto la oncóloga cerró los ojos y respiró muy hondo en varias ocasiones, casi con desesperación. Mientras giraba la llave sintió un pequeño piquete en el tobillo derecho, casi por instinto se agachó y paso la mano sobre la extremidad.
Durante varios días después del curioso piquetito se sintió extraña, notó que algunos alimentos le causaban nauseas y todo el tiempo pese a tomar suficiente agua, sentía una sed espantosa. La piel en el área de los brazos y muslos sufría de una resequedad inusual, y durante las noches dormía bien poco así que se sentía cansada.
Para colmo, pronto sería la fiesta de fin de año en el hospital y le tocaría como ya era costumbre, atender a algún invitado ricachón para sacarle un donativo.
Esa noche otra vez de camino a su vehículo se concentro de manera inusual en lo incomodo que le resultaba el chasquido de sus tacones en cada paso que daba. Una ligera lluvia de invierno había dejado el suelo mojado, las nubes poco a poco se movían para ir mostrando pedazos de luna, que según el calendario era llena.
Justina se encontraría quizá a unos diez pasos del auto cuando el cielo se despejó por completo y una limpia luz lo clareó todo. Una extraña sensación en los parpados la obligó a detenerse, sus dedos comenzaron a hormiguear, y al llevárselos a la cara para mirarlos mejor, notó un color verdoso en sus palmas. En las contra partes de codos y rodillas una punzada dolorosa, caliente y profunda terminó por tumbarla en el suelo en posición fetal.
Para ese instante la tierra entera irradiaba de vuelta la luz que le proyectaba la luna llena en toda su plenitud.
En el suelo quedaba una bata blanca, un portafolio negro, y las llaves del auto.
Las flores perfumaban todo con su escandaloso aroma.
Y la mujer rana croaba perdiéndose entre los charcos de los amplios jardines.

5 Agosto, 2011
Lilymeth Mena.
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